Más allá de las apariencias, el diseño es una profesión íntimamente ligada a los valores sociales, llegando solamente a ser permeada por la siempre incisiva economía. Aun así, con frecuencia prevalece el valor social; como en el caso de la silla cabecera de una mesa, que en su reminiscente aspiración a ser un trono, aparenta ser de oro sin realmente serlo.
A través de los años, han sido pocos los cambios en el mobiliario que predomina en los espacios de la casa dominicana. El mueble, atado a la moda en otro hemisferio, está anclado al discurso panegírico de su dueño como cualquier otro símbolo de estatus (no solo de clase socio-económica, sino también de grado cultural). De esta forma, el mueble dominicano goza de ser más longevo que sus homólogos extranjeros, y por qué -entre otras razones- puede estar relacionado con aquellos hogares donde todavía prevalece el lujo, y en su defecto, un simulacro de este; y por ello, se tiende a colocar un mueble ostentoso entre diplomas, certificados y otros símbolos del éxito profesional o social de los miembros familiares en el área más pública de la casa.
Localmente, este reinado perenne del mueble también se atribuye a la arraigada estética del que se fabrica en madera y parece estar atado a la talla profusa y al lugar de la casa al que está destinado; en este caso, es notable la fuerte valoración de la tradición. De igual modo, existe un fuerte apego a la madera, específicamente a la caoba, como símbolo de estatus y de garantía de la calidad del mueble (particularmente por su durabilidad).
Por otro lado, la acogida y aceptación en el imaginario colectivo de las nuevas tendencias del diseño de muebles es lenta en comparación con otros ámbitos afectados por la moda. Y por tradición, el consumidor dominicano compra muebles que duren toda la vida y que resistan nuestros hábitos de limpieza -el uso del agua para el aseo doméstico se presta a un profundo análisis cultural, asociado con lo limpio y lo moral-.
Entre otras causas que justifican la perpetuidad de la vida del mueble en el ámbito nacional se encuentran: un mercado que aún no se ha hecho eco de los llamados diseños de usar y tirar, y una costumbre arraigada de que el ciclo de vida del mueble dominicano, cuando se desecha tras largos años de uso, apenas empieza a terminar; en barrios periféricos y densamente poblados, se comercializan los desechos, el mueble se reconstruye y comienza su proceso de reutilización -en este caso, sin dudas, es evidente la mordida de la economía-.